Hay películas que uno guarda con mucho cariño. Suele pasar con las películas de la infancia, que quedan grabadas a fuego en el recuerdo y se idealizan profundamente. Suele pasar también, la mayor parte de las veces, que éstas no resisten bien el paso del tiempo y cuando las vuelves a ver te acabas llevando alguna que otra decepción. Pero como siempre, hay excepciones. Y hoy me apetece hablaros de una de ellas.
Creo que buena parte de la gente de mi edad ha visto alguna vez La princesa prometida (1987), en alguna de las múltiples reposiciones de fin de semana que se dieron durante los años noventa. Para algunos de nosotros se ha convertido en una película de culto por muchos motivos: su sencillez, sus personajes carismáticos, el humor que se desprende de cada situación, la atmósfera de cuento de aventuras que la recorre de punta a punta... Es difícil no quedar prendado de la fuerza de personajes como Westley, Fezzik o el grandísimo Íñigo Montoya (interpretado por Mandy Patinkin, Jason Gideon en Mentes criminales). Incluso los villanos, como el príncipe Humperdink tienen algo de fascinante (por cierto ¿soy el único a quien Lord Farquaad le ha parecido siempre un cruce entre el príncipe Humperdink y Artur Mas?).